Sables y utopías: Visiones de América Latina by Mario Vargas Llosa

Sables y utopías: Visiones de América Latina by Mario Vargas Llosa

autor:Mario Vargas Llosa [Vargas Llosa, Mario]
La lengua: spa
Format: epub
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


Noviembre de 1977

Ganar batallas, no la guerra[5]

Quisiera comenzar estas palabras con un recuerdo personal. Algo que me ocurrió hace un par de años, un día de otoño, en Jerusalén. Había pasado la mañana escribiendo, en un departamento por cuyas ventanas podía ver las piedras ocres de la ciudad vieja, la torre de David y la puerta de Jaffa y, al fondo, descendiendo en lomas blancas, el desierto que iba a incrustarse, más allá del mar Muerto, en el horizonte rojizo de los montes de Edom. La visión era irreal de bella y, en mi caso, contribuía a acentuar cada mañana esa sensación de apartamiento del mundo la historia que estaba tratando de escribir y cuyo tema era, precisamente, la mudanza de la realidad en irrealidad a través del melodrama, y que, por estar situada en Lima, a miles de kilómetros del lugar donde escribía, me obligaba a un verdadero esfuerzo de desconexión con lo inmediato. Así, en un estado de sonambulismo, me encontraba el amigo que venía a recogerme cada tarde para mostrarme la ciudad.

Me había enseñado ya, antes de ese día, y me mostraría después, infinidad de cosas: un mercado de caballos árabes que parecía un escenario de Las mil y una noches, las excavaciones del templo (que me aburrieron muchísimo) o el fantástico anacronismo de las callejuelas ultraortodoxas de Mea Shearim que parecían recién escapadas de uno de los cuentos jasídicos de Martin Buber o de las investigaciones sobre la Cábala y el Zohar de Gershom Scholem. Eran paseos que nos ocupaban la tarde y buena parte de la noche y en los que, poco a poco, según la fuerza de atracción de lo que veía, iba yo regresando, desde una nebulosa de radioteatros truculentos ansiosamente escuchados en los hogares limeños de los años cincuenta, al suelo que pisaban mis pies, es decir a la antiquísima ciudad, ombligo de religiones y manantial de mitologías, convertida, al cabo de una infinita historia de guerras, ocupaciones e invasiones, en la capital del Estado israelí. Al llegar la noche, que solía vararnos en algún humoso departamento de la ciudad de extramuros, estremecido de discusiones políticas entre los jerosolimitanos que a mí me instruían tanto como los paseos diurnos, yo había vuelto ya de cuerpo entero a la tierra y estaba listo para, repitiendo el ciclo mágico, emprender una vez más, con la lectura y el sueño nocturnos y el espectáculo de la ventana y la novela matutina, el viaje a la irrealidad.

Pero la tarde de ese día el regreso a la realidad fue brutal. Mi amigo me llevó a Yad Vashem, el Memorial consagrado al Holocausto, que se yergue en una de las estribaciones sembradas de pinares de las colinas que rodean a Jerusalén. Como todo el mundo, había leído, visto y escuchado lo suficiente para medir, en toda su magnitud, el genocidio de seis millones de judíos. Y, sin embargo, esa tarde creo haber comprendido por primera vez la lección de esa tragedia, mientras, como quien toca una pesadilla, observaba



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